domingo, 23 de noviembre de 2008

Presencial

Pueblo de Carlos Pellegrini. Trascurre un mediodía de calor hostigante y en el boliche del Paco Harnádez hablan tres hombres campestres sobre los rudimentos de la vida que llevan. El año 1941 se atrevía con un sol implacable mientras el boliche procuraba un remanso de espesa y reposada sombra bajo su estructura de barro y pajabrava. Irrumpiendo la quietud, y enmarcada en ese claro de luz que proveía la puerta indiferente a las geometrías académicas, se recortó una silueta; compacta pesada, sólida inquebrantable, y difuminada por el vaho y el polvo que matizaban los haces de luz en su contorno. El dueño lo reconoció enseguida, que Compadre Pavón, ¡tómese una ginebra!

David Pavón. Machazo erguido, de cuestionables métodos ajusticiantes e irrevocable porfía. Su barba era rasante y obstinada como su aspereza, y su peinado lucía un porte firme y satinado. Con un vocabulario limitado estrictamente a las palabras que necesitaba para entenderse con su realidad, se manejaba con frases breves y concretas. Su piel era un cuero calloso y rojizo, curtido por los azotes de una vida que dejaba para las manos la labor ancestral del cultivo y las danzas desatinadas de las navajas.
No compraba bebidas. Don Harnádez, hombre solitario sin más mundo que aquel que delimitaban las cuatro rústicas paredes de su boliche, le servía lo que quisiera sin cargo alguno. Pues Pavón siempre devolvía los favores, cobrando deudas incobrables o bien suprimiendo deudores.
Nuestro Pancho Villa criollo bebía su ginebrita con unción obispal en el momento en que allí afuera se oyó un disparo, opaco y seco como una exclamación a horizonte abierto. Y el sonido de un disparo detonaba en aquellos hombres diferentes estímulos. El miedo en quienes no se sabían diestros en las artes bélicas; la preocupación en quienes tenían su arma en casos de robos de ganado. En Pavón despertaba reacciones, que con los años se hicieron instantáneas y eficaces. Ubicaba de oído donde fuera el asunto, y se apresuraba a impartir la flexible justicia de su época; un disparo delataba una situación que invitaba a ser develada. La copa inconclusa de ginebra desdoblaba la figura de nuestro hombre que salía corriendo hacia la puerta, y los demás bebedores se dedicaron a hacer conjeturas sin despegar los dedos del vaso, que a esta sazón eran una única materia.

La mala bebida había atenuado sus sentidos y sólo podía registrar la borrosa figura del tirador corriendo a lo lejos. A pasos del boliche de Harnádez venía corriendo el peón del campo vecino, que me ha querido robar ese mal hombre, Pavón, a ver si puede hacer algo usted. ¡Joputa maula este, va a morir como perro! Y aquel maula ya se había acomodado pegado al tronco de un antiguo roble, y esperaba cargando el revólver al hombre que se acercaba trotando tan firmemente como la ginebra y los pozos de las mulitas le permitían, hasta que apoyado en otro roble desenfundó. Comenzaba el sincopado ritmo de las balas y los estruendos. Pavón en su arbol, el bandido en el suyo. La tregua no se pretendía por ninguno de los dos lados y el humo de la pólvora auspiciaba la ceremonia. Era certero el maula nomás, si a pesar de no darle Pavón mucho tiempo para apuntar, las balas de aquél le zumbaban a los costados como abejorros de hierro. Los dos eran diestros en la recarga de las armas, y no encontraba Pavón un respiro donde poder agarrar al tipo cargando el tambor del revólver y reventarlo bien reventado como Diosito manda. ´Junagran puta, a ver quién trajo más balas y el facón más afilado, ya vas a ver. La reliquia que era el revólver de David ya estaba recalentándose, y si no fuese por las manos callosas, poco habría soportado la palma de su izquierda. Y las balas… ya le quedaban pocas, y contando las que perdía caídas en el pastizal, por esos agujeros en los bolsillos. Si me hubiera casado pensaba, ya los habría cosido mi chinita. Pero los pensamientos eran tan abejorros como las balas, instantáneos y fugaces, y no era cosa de andar mostrando un asomo de debilidad por añoranzas de amores cascados ahora mismo, que el maula todavía sigue ahí, sigue y sigue. Maula y la gran siete, decía entre dientes. La mandíbula de Pavón era una campana de cemento, todo él era la rigidez envuelta en cuero.

En una de las cada vez más desesperantes pausas para recargar, interrumpió la exclusividad de los disparos un sonido a madera herida, a caída inminente. Crepitaba un sauce que en medio de los robles que protegían a cada uno estaba viniéndose abajo, partiéndose a media altura de su tronco. Las balas que nunca llegaban al destinatario habían ido castigando al árbol, hasta cortar la entera sección de su columna. Cayó y fue la caída un rugido ahogado de león que silenció absolutamente todo movimiento. Sólo se atrevía el viento constante que hamacaba las hojas.

Y los gatillos guardaron un silencio en vilo.

Y la nube de pólvora danzaba densa y penetrante.

Dicen que en el momento en que los hombres se miraron detenidamente las caras, se reconocieron. Dicen.

-¡Vairoletto!

-¡Pero si es Pavón, mi paisano!

Y los revólveres reposaron en el pasto, ya sofocados.

Viejos amigos que se distancian y reencuentran a merced de los taimados caprichos de la vida dura. Fíjese usted cómo son las cosas, querido David, dónde me lo vengo a encontrar, y sí, decía Pavón ocultando emociones, uno se acostumbra…Pero venga Bautista, que le invito una copa.

Y no hay excusa para tales ocasiones; hubo carne al asador, caudales de vino y payadas de celebración entre amigos. Don Bautista Vairoletto andaba otra vez por Pellegrini y el boliche de Harnádez era un jolgorio, farolito perdido en la noche clara y abierta.

Leguas campo adentro las voces locales, las heredadas y perennes voces, cuentan la historia del único testigo y juez de la trifulca: un sauce caído sobre sus raíces que entregó las manos a los saludos y les desnudó las armas.

- Qué barbaridad don David, pensar que ahí se nos iban las balas que nos podrían haber matado.

- Bien lo dice usted, Bautista, bien lo dice.